Homilía en la Fiesta de San Juan de Ávila

11 mayo de 2017


No hay un lugar como Baeza para evocar a san Juan de Ávila, patrón del clero español

Queridos hermanos sacerdotes:

En la mayoría de las Diócesis el clero español se reúne en la fiesta de San Juan de Ávila para inspirarse en él y continuar buscando en la riqueza espiritual, intelectual y pastoral del Apóstol de Andalucía los criterios que orienten nuestra vida sacerdotal. Nosotros lo hacemos en Baeza, el lugar por excelencia en el que el Maestro Ávila situó su mayor obra en favor de la reforma del clero. En Baeza nace el Estudio General Baezano, la institución en la que diseña nuestro santo patrón una formación integral para los sacerdotes, y en la que empleó sus mejores energías y sus mejores discípulos. En Baeza nació la primera universidad fundada únicamente para aspirantes al sacerdocio. Se puede decir que esta institución es la joya del movimiento renovador del clero, ese que siempre buscó con ahínco por el Maestro Ávila. Y es evidente que se puede decir que no hay un lugar como Baeza para evocar a San Juan de Ávila, patrón del clero español.

Esta iniciativa se hizo, por tanto, en la Iglesia diocesana de Jaén, y nuestro clero de entonces fue el más beneficiado. Por eso, nos toca a nosotros ser también los más agradecidos por esta obra gigantesca de San Juan de Ávila. El magisterio, el testimonio y la palabra de Juan de Ávila influyeron poderosamente en la formación de varias generaciones de clérigos giennenses, gracias al cauce educativo que ofrecía el estudio baezano. Se puede afirmar que Ávila, a través de la universidad de Baeza, creó una precisa tipología sacerdotal, la del clérigo reformado, austero en sus costumbres, predicador enardecido por el estudio de la Escritura, hombre de oración recia, reconocible a simple vista por su porte externo: un clérigo de Baeza se conoce en toda España en la modestia, la moderación del traje, compostura y gravedad de costumbres” (Francisco Juan Martínez Rojas, San Juan de Ávila y la reforma del clero).

Por todo eso, San Juan de Ávila, doctor de la Iglesia, sigue siendo un referente para nosotros en este momento, en el que nuestra Iglesia diocesana está inmersa en una profunda renovación espiritual y pastoral: queremos ser una Iglesia en estado permanente de misión, una Iglesia “en camino hacia el sueño misionero de llegar a todos”. Eso significa que hoy, como entonces, también nosotros hemos de buscar un diseño, lo más adecuado posible, para nuestra identidad sacerdotal. En realidad, como sabéis muy bien, llevamos tiempo en ello: Pastores Dabo Vobis y el Directorio para la Vida y el Ministerio de los presbíteros nos marcaron las bases para un gran impuso en la espiritualidad del clero diocesano. Un precioso intento para su asimilación fue el Año Sacerdotal, convocado en su día por el Papa emérito Benedicto XVI. Ahora, a través de la Congregación para el clero, se  nos acaba de proponer el modelo sacerdotal que hoy necesita la Iglesia.

En la Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis, El don de la vocación presbiteral, hay un proyecto de formación sacerdotal que no solamente mira a los primeros pasos en el seminario, sino que también diseña el horizonte de la formación permanente de los sacerdotes. Este novedoso diseño sitúa el sacerdocio en el hombre interior que cada uno de nosotros somos. En el camino formativo, que recorre toda la vida sacerdotal, con sus años, achaques y accidentes, nuestro hombre interior ha de estar siempre disponible para ir asimilando las hechuras de un modo de ser sacerdotal, esas que recoge cada día en la intimidad del corazón de Cristo. “Estando con Él” hemos de reconocernos como sus discípulos. Y también, junto al corazón de Jesucristo, donde hemos de vernos como discípulos para ser pastores. Discípulos para ser pastores es la ruta que no hemos de perder nunca en nuestra vida sacerdotal: siempre discípulos, siempre pastores que buscan un continuo crecimiento integral. Sólo por ese camino nos iremos haciendo uno en Cristo, creceremos en él y lo mostraremos en nuestro ser y en nuestro actuar.  Lo humano, lo espiritual, lo intelectual y lo pastoral crecerán por esa ruta en total armonía.

Cuando no lo hacemos, nuestro sacerdocio hace “aguas”, y pone al descubierto carencias en algunas de sus dimensiones. A veces descuidamos aspectos de nuestra vida sacerdotal, que no nos parecen importantes, pero que desfiguran, al menos en parte, la imagen y representación que cada uno de nosotros somos de Cristo. Haríamos muy bien si tomáramos conciencia de que cundo recibimos la ordenación, o cuando pasan diez años o veinticinco o cuarenta de sacerdocio, estamos inacabados. Siempre necesitamos estar abiertos a que Jesucristo, en su Iglesia, nos vaya haciendo; pues siempre somos aprendices del Maestro. En cada hora de la vida, siguen siendo necesarias la fraternidad sacerdotal, la oración, la dirección espiritual, los ejercicios espirituales, los reciclajes, la formación permanente… todo lo que mantenga viva la espiritualidad sacerdotal. “Se trata de un humilde y constante trabajo sobre uno mismo, por medio del cual el sacerdote se abre con honestidad a la verdad de la vida y a las exigencias reales del ministerio, aprendiendo a juzgar los movimientos de la conciencia y los impulsos interiores que motivan las acciones” (RFIS, 43).

Para que esta línea recta se mantenga, es necesario situar siempre nuestro sacerdocio en su punto esencial de partida: la vida como vocación. Sólo así nuestro sacerdocio correrá por el cauce en el que ha situarse y enriquecerse: en el seguimiento del Maestro, Cristo Siervo, Pastor, Sacerdote y Cabeza. En mi humilde opinión, esta senda que nos propone hoy la Santa Madre Iglesia a los sacerdotes para una formación permanente gozaría del visto bueno de nuestro entrañable maestro, el Doctor de la Iglesia Juan de Ávila. Naturalmente, él nos recordaría que fuéramos santos sacerdotes, don y tarea en nosotros en esa ruta espiritual y pastoral de ser discípulos y pastores. Juan de Ávila evangelizó desde la santidad. Sólo desde el alma ocupada por el amor de Dios se puede llevar la fuerza del Evangelio al mundo. Su reforma la hizo, sobre todo con la santidad y, por eso su mayor cosecha fueron hombres y mujeres santos. Son una legión sus discípulos y amigos santos, especialmente entre los sacerdotes seculares. Como muy bien dijo Don Antonio Montero, en el Congreso internacional sobre San Juan de Ávila, celebrado en Madrid en 2002: “Si en las décadas centrales de nuestro Siglo de Oro se hubiera efectuado una encuesta entre sus santos más significativos, por no hablar de insignes teólogos, grandes de España y muchedumbres inmensas del Pueblo de Dios, ¿a quién hubieran propuesto para predicar un retiro, para que les oyese en confesión o les aclarase un conflicto de conciencia? ¿Duda alguno de los congresistas de que hubiera sido a Juan de Ávila?”.

A la luz de estos proyectos sacerdotales, el de San Juan de Ávila y el que nos propone la Iglesia para nuestro tiempo, le damos gracias al Señor por el testimonio de fidelidad de los hermanos que hoy celebran estos cumpleaños tan redondos de su sacerdocio. Cada uno de vosotros sois hechura de las manos de Dios, que con su gracia ha ido tejiendo vuestra vida al servicio de aquellos a los que habéis sido enviados. Cada uno en vuestra propia historia, en la que hoy sobresale la fidelidad, y por tanto la santidad, sois el reflejo de una creatividad eclesial extraordinaria. Si hiciéramos el ejercicio de aunar todo lo que habéis ido haciendo cada uno de vosotros, contaríamos maravillas y nos reconciliaríamos con una Iglesia siempre en vanguardia misionera y siempre en búsqueda de la santidad sacerdotal.

Queridos Mariano, Antonio, Juan Jesús, Pedro, Juan Manuel, Andrés y Ángel, que cumplís veinticinco años; Julio, Eusebio, Miguel, Ángel y Juan, que cumplís los cincuenta; y vosotros querido Bernardo, Tomás, Antonio, Luis María, Manuel, Miguel y Juan Bautista, en vuestros sesenta años. Todos “pertenecéis a una época en la que somos sensibles a las voces de lo alto; y por tanto deseamos ser fieles y permanecer en la dirección que Cristo bendito nos ha dejado”. Estas palabras están sacadas del bellísimo Discurso de la Luna de San Juan XXIII, que las pronunciaba, ante el pueblo de Dios cuando acababa de comenzar el Concilio Vaticano II, al que saludaba con estas palabras: “Bienvenidos estos días (los del Concilio): los esperamos con gran alegría”. Vosotros sois hijos de aquella dirección que tomaba la Iglesia con alegría.

Sois los sacerdotes de esa Iglesia que surgió del Concilio, que se puso en la órbita de Cristo, Luz de las gentes, y se abrió a los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias del mundo. Vuestro Obispo y vuestros hermanos en el presbiterio os decimos: muchas felicidades, y le pedimos al Señor que os bendiga con su amor entrañable por la fatiga fecunda de vuestra siembra diaria al servicio del Evangelio.

San Juan de Ávila comparaba la acción del sacerdote con la de la Santísima Virgen; decía él que también nosotros, como ella, damos al “Dios humanado”. Quizás sea por eso que la Virgen, según el Maestro Ávila, nos considera como parte de su mismo ser. Para ella somos “los racimos de mi corazón, los pedazos de mis entrañas”.

+ Amadeo Rodríguez Magro, Obispo de Jaén
Baeza, 8 de mayo de 2017

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