Homilía del Domingo XVIII del Tiempo Ordinario – Ciclo B (2 de agosto de 2009)

29 julio de 2009

«No sólo de pan vive el hombre»

Con mano fuerte y brazo extendido liberó Dios a su pueblo de la esclavitud del faraón. Y lo sacó al desierto, lugar de prueba y educación. No sólo quería un pueblo en libertad, sino un pueblo de espíritu libre, capaz de ideales altos. No aferrado sólo a lo inmediato. No instalado ramplonamente en la comodidad. Y es que la libertad no es sólo un don, sino también una conquista, a veces difícil, muchas arriesgada… Requiere renuncias, supone esfuerzo. Es la gran aventura de cada hombre… ¡y de cada pueblo! Nos lo quiere hoy mostrar la primera Lectura, al narrar la reacción del pueblo de Dios tras su salida de Egipto: «En aquellos días la comunidad de los israelitas protestó contra Moisés y Aarón en el desierto, diciendo: “¡Ojalá hubiéramos muerto a manos del Señor en Egipto, cuando nos sentábamos junto a la olla de carne y comíamos pan hasta hartarnos! Nos habéis sacado a este desierto para matarnos de hambre a toda esta comunidad”». No, no entienden las miras del Señor al rescatarlos de la opresión que venían sufriendo. No comprenden su pedagogía. Tienen miedo a la libertad recién estrenada: miedo al desierto, a la privación; miedo a la renuncia y al riesgo. Sin más obsesión que lo que comer; ni más preocupación que lo que les pueda faltar. Prefieren la instalación esclavizante, aún a costa de ser explotados por otro señor que no ha tenido en cuenta su dignidad ¡negándoles la libertad…! Pero el Señor tiene paciencia y, vista la incapacidad, los alimenta con un pan para anunciar otro pan: el pan para otro pueblo que pueda ya entender y vivir la libertad: ésa que Él quiere para sus hijos; para la que nos hizo y por la que nos envió a su Hijo, el único Hijo que nos la podía dar…

Nos lo proclama hoy el Evangelio. Jesús se encuentra también con la misma resistencia que antaño Moisés: la de los que sólo buscan solucionar sus problemas y vivir sin dificultad; satisfacer sus necesidades cotidianas y tener el pan, sin más aventura, sin más ideal; sin más riesgo, ¡sin más libertad..! Y el Maestro, al ver cómo le buscan tras alimentarles en el descampado aquel, se queja diciendo: «me buscáis, no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros». Y les anima entonces a un esfuerzo más eficaz, a otro camino más alto, a buscar el verdadero destino definitivo y total: el del Reino del que sus milagros eran signo anticipado, el presagio de que en él llegaba ya. De ahí su invitación: «trabajad, no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del Hombre; pues a éste lo ha sellado el Padre, Dios». No, no quiere el Señor que vivamos sólo para aquello que acaba con la muerte, enterrado y dejado ya. Quiere enrolarnos en su propia misión, aquella para la que ha sido sellado y enviado como Mesías liberador, con la fuerza del Espíritu de Dios.

¿Por qué hemos de vivir? ¿En qué hemos de trabajar? ¿En qué hemos de empeñar nuestra vida? La respuesta de Jesús es contundente: trabajar en lo que Dios quiere. Y es que sólo Dios tiene futuro y sólo en Él está nuestro futuro. Por eso nuestra vida depende de atinar a saber lo que quiere Dios. Y Jesús nos da la pista segura: «esto es lo que Dios quiere: que creáis en el que Él ha enviado». Creer en Él es fiarse de Él, acogerle, amarle, adherirse y seguirle imitándole… Y así, termina por decir: «Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre y el que cree en mí nunca pasará sed». Es decir: estará lleno de una verdad definitiva y de un gozo auténtico e inagotable; tendrá resortes para ser libre, al poder vivir ya por lo único que nada ni nadie puede quitar; tendrá el futuro cierto y seguro: el futuro mismo de Cristo, el Señor.

Ahora entendemos lo que en la segunda Lectura el Apóstol nos quiere advertir: «esto os aseguro en el Señor: que no andéis ya como los gentiles, que andan en la vaciedad de sus criterios. Vosotros habéis de vivir en Cristo Jesús, es decir abandonando el anterior modo de vivir, el hombre viejo, corrompido por deseos seductores; y renovándoos en la mente y en el espíritu; y vistiéndoos de la nueva condición humana, creada a imagen de Dios». Esta imagen nueva, esa nueva condición, es imitar a Cristo, que es Imagen del Padre y sabe bien lo que quiere Dios ¡y lo cumple a la perfección! A imagen suya nos creó Dios al principio. Y nos hizo en libertad, porque así nos modeló para poder entregarnos al trabajo que Él quiere y que Cristo en sí mismo nos mostró. Por eso, Él es el pan que Dios nos da a comer para llevarnos por el desierto hasta alcanzar la libertad. Ésa que Él desea para sus hijos y que hoy el Salmo nos la expresa así: «El hombre comió pan de ángeles, les mandó provisiones hasta la hartura. Los hizo entrar por las santas fronteras, hasta el monte que su diestra había adquirido». Ese monte es Cristo, muerto para rescatarnos del pecado y resucitado para darnos la salvación. Pero exige el esfuerzo de su seguimiento que –como ya advertía S. Agustín– es su imitación. Solo los que se deciden a conquistar esa cumbre, alcanzarán la libertad de los hijos, ¡la de los hijos de Dios!

Manuel Carmona García, Delegado Episcopal de Liturgia

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