Homilía de la Misa Jubileo de la Misericordia de Torreperogil

24 mayo de 2016

Saludos…

1. Conocen todos desde niños seguramente, el origen de la devoción en esta querida población de Torreperogil a favor de Nuestra Señora de la Misericordia.

La Providencia ha querido que coincidiera la celebración en toda la Iglesia católica de un año jubilar extraordinario precisamente, sobre la Misericordia, con el V Centenario de aquel acontecimiento que, de generación en generación, ha llegado hasta hoy: una imagen de la Santísima Virgen, que procedía de Sevilla con destino a un pueblo de la sierra de Segura, quiso quedarse aquí para siempre. Una persona sencilla, manca del brazo derecho, María Isabel Tíjola, fue testigo de aquel acontecimiento. Desde entonces aquella imagen, bajo la advocación de Nuestra Señora de la Misericordia, es la Patrona y protectora de este lugar que ella quiso elegir.

Bien pronto comenzó su veneración en este lugar, donde con el tiempo, se ha ido construyendo y ampliando este lugar sagrado de culto, un hermoso santuario para su imagen.

2. Ante el gran interés mostrado por su párroco, D. Facundo López Sanjuan, en el sentido de poder destacar en el calendario diocesano esta efemérides del quinientos aniversario de esta devoción, se acordó otorgar la facultad, para este día, de poder alcanzar la indulgencia jubilar de este Año Santo de la Misericordia en este Santuario.

He querido unirme, por ello, a estas celebraciones que han preparado con tanta ilusión, con la seguridad de que Nuestra Señora de la Misericordia, nuestra Madre del Cielo, atraerá sobre nosotros las bendiciones y gracias divinas que todos necesitamos.

”Nadie como María, escribe el Papa Francisco en su Bula de convocatoria de este año jubilar, nadie como ella ha conocido la profundidad del misterio de Dios hecho hombre. Ella, como Madre de Jesús Crucificado y Resucitado, “entró en el Santuario de la Misericordia divina, porque participó en el misterio de su amor” (MV n. 24).

A ella le pedimos nos ayude a reflexionar y a penetrar en ese misterio de la misericordia divina, al tiempo que alcanzamos la indulgencia jubilar, con toda la riqueza que lleva consigo, como les habrán explicado.

3. Todo el mensaje evangélico de Cristo, en realidad, tiene como núcleo central a la misericordia. Lo que le movía a Jesús, en todas las circunstancias, no era otra cosa sino la misericordia para con todos, leyendo sus necesidades reales desde su corazón. Hay páginas y hechos preciosos que reflejan este sentir y hacer de Jesús, como devolver el hijo a aquella madre viuda envuelta en lágrimas, resucitándolo de la muerte (cf. Lc 7,15) o las preciosas parábolas dedicadas a la misericordia, la del padre y los dos hijos, la de la oveja perdida y la de la moneda extraviada (cf. Lc 15, 1-32), donde Jesús nos revela la naturaleza de Dios como la de un Padre que jamás se da por vencido y donde siempre perdona, desde la alegría. ¿Cuántas veces nos puede perdonar Dios? ¿Hasta siete?, le preguntó el Apóstol Pedro en una ocasión y oyó esta respuesta: “No te digo siete, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18,22), es decir, “siempre”.

Pero es sobre todo en el misterio de la Cruz, en la muerte de Cristo, donde se hace más palpable y eficaz el amor misericordioso de Dios Padre por la humanidad, por cada uno de nosotros.

Pensemos, que al aceptar Dios Padre la muerte de su Hijo unigénito, como rescate del pecado del primer Adán, el nuevo Adán, Jesucristo, desde su muerte en la cruz nos habla sin palabras del profundo misterio de la misericordia divina.

¡Qué bien entendió el Apóstol Pablo este misterio, cuando escribe a los cristianos de Roma!: “la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rom 5,8). Por eso concluía este apóstol, con toda razón, como podemos hacerlo cada uno de nosotros: “Cristo me ama y murió por mí” (Ef 5,2).

En definitiva, la Cruz de Cristo, locura para el mundo y escándalo incluso para algunos creyentes, que no intentan acercarse al misterio del amor que encierra, es en realidad sabiduría y misericordia divina, para quienes se acercan y aceptan ese amor divino por nosotros.

Así se cumplen las palabras de san Pablo: “lo necio de Dios es más sabio que los hombres y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres” (1 Cor 1, 24-25).

4. Podemos preguntarnos también, ¿en qué sentido María Santísima refleja la misericordia de Dios, para poderla llamar Madre de Misericordia?

Nuestra respuesta es clara: Aunque Cristo es el único Mediador entre Dios y el hombre, María, junto a su Hijo, también ejerce esa mediación “sin quitar ni añadir nada a la dignidad y a la eficacia de Cristo, único Mediador”, enseña el Vaticano II en la Constitución Lumen Gentium (n. 62).

Hasta podemos decir que hay algo distinto, aunque no independiente, en el ejercicio de la misericordia, por parte de María. Esto distinto deriva de su condición de mujer y de madre. María, podríamos decir, en cuanto Madre de la misericordia, es reflejo de la misericordia de Dios Padre, como Mujer y como Madre.

El Papa Francisco en  el Documento antes citado, Misericordiae vultus nos da dos razones fundamentales de ello:

“Estuvo preparada, escribe, desde siempre para ser Arca de la Alianza entre Dios y los hombres. Custodió en su corazón la divina misericordia en perfecta armonía con su Hijo Jesús. Su canto de alabanza, en el umbral de la casa de Isabel, estuvo dedicado a la misericordia que se extiende ‘de generación en generación’ (Lc 1,50). También nosotros estábamos presentes en aquellas palabras proféticas de la Virgen María.

Asimismo, “al pie de la Cruz, María junto a Juan… es testigo de las palabras de perdón que salen de la boca de Jesús… María atestigua que la misericordia del Hijo de Dios no conoce límites y alcanza a todos, sin excluir a ninguno” (MV n. 24).

5. Termino mis palabras y estas reflexiones, pidiendo a la que es Madre de Misericordia, que, como rezamos en la Salve nunca deje de mirarnos en la peregrinación que cada uno hacemos en esta vida con sus “ojos misericordiosos”, para que “seamos dignos de alcanzar y gozar las promesas de Nuestro Señor Jesucristo”. Amén.

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