Homilía de la Misa Crismal: «Testigos de una intimidad itinerante»

11 abril de 2017

Gracia y paz a vosotros de parte de Jesucristo, el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, el príncipe de los reyes de la tierra. Aquel que nos ama, nos ha liberado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre. A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.[1]

Somos en Jesucristo un pueblo sacerdotal y profético
En este Martes Santo, la Santa y Venerable Iglesia Catedral nos acoge en esta celebración de la Misa Crismal, que tiene, por el conjunto de sus ritos, una fuerte impregnación eclesial. Junto a la Eucaristía, celebraremos un sacramental de gran valor para el servicio a la fe y a la gracia del Pueblo cristiano. La Iglesia renueva en esta expresiva y simbólica celebración su unción y misión en el Espíritu. En la bendición del óleo de los enfermos y de los catecúmenos, y en la consagración del Santo Crisma, instrumentos de la salvación de Dios en Cristo, utilizados en diversos sacramentos, la Iglesia se muestra como pueblo sacerdotal y profético.

También en esta concelebración eucarística, los presbíteros manifestaremos, como nuestra ofrenda personal y comunitaria, lo que traemos en nuestras manos y lo que llena nuestro corazón: las promesas sacerdotales y, sobre todo, su concreción diaria en el ejercicio del ministerio como servidores del Pueblo de Dios. Los que hemos sido llamados y consagrados, para actuar “in persona Christi Cápitis”, vamos a renovar juntos las promesas de ser transparencia de Jesucristo en nuestra vida y actividad ministerial. Una transparencia que es más genuina, más sólida y, por tanto, más apostólica, si está construida y embellecida por la unidad fraterna.

La belleza de la fraternidad sacerdotal
Así nos lo recordaba el Papa Francisco: “Deseo compartir con vosotros la belleza de la fraternidad: ser sacerdotes juntos, seguir al Señor no solos, cada uno por su lado, sino juntos, incluso en la gran variedad de los dones y de las personalidades; precisamente esto enriquece al presbiterio, esta variedad de procedencias, edades, talentos…” (Papa Francisco, a los sacerdotes de Casano, junio 2014).

Nuestro servicio en la Iglesia, misterio de comunión, nos sitúa irrenunciablemente en la fraternidad sacerdotal. Hoy se pone de relieve que nuestra misión está situada en el corazón mismo de la misión colegial de los Apóstoles. Y la consecuencia espiritual y teológica indiscutible para nuestro ser sacerdotal es que todo lo que somos en el Señor hemos de vivirlo en la comunión. Cualquier desvío en esto, sabéis que crea graves fisuras en el presbiterio diocesano, que luego son difíciles de curar.

De la caridad fraterna a la caridad pastoral
Por eso yo os invito, como proyección de uno de los objetivos de mi ministerio entre vosotros, a no convirtamos en secundario lo que siempre está unido a la esencia de nuestro ser sacerdotal. El sacerdote, en razón de su ordenación presbiteral, vive, por así decirlo, en el cenáculo de la última cena, está en el círculo de aquellos que han comido con Jesús y han introducido en la historia la unidad que el Señor ha fundado mediante el don de sí mismo; y del cual ha dejado el memorial permanente en la Eucaristía.

Estoy seguro de que sabéis por experiencia que, sin la comunión de los presbíteros, nuestras comunidades no pueden vivir la unidad corresponsable y, por tanto, no se puede fortalecer en ellas la vida comunitaria. Si nosotros no estamos radicados en la comunión, ninguna comunión podrá nacer y crecer en el ejercicio de nuestro ministerio. Pensadlo bien: en esto siempre hay una relación causa efecto.

A veces, hermanos sacerdotes, le tenemos miedo a la unidad, porque pensamos que nos quita algo. La unidad no nos impide ser nosotros mismos; al contrario, la unidad enriquece la diversidad, la integra en un tronco común, la ajusta en la armonía,  le proporciona la belleza que siempre ha de haber en la combinación de gustos, estilos, opciones. Y es justamente así, en la diversidad y no en la uniformidad, como la fraternidad enriquece y fortalece la misión.

Apostemos siempre por la unidad, aun en las cosas más sencillas y en los gestos más humanos: en el tiempo que le damos, en el respeto que le tenemos, en la ayuda que le prestamos a los demás sacerdotes se genera siempre comunión y misión. Pongamos todo nuestro empeño en consolidar la fraternidad sacerdotal y saldrá ganando la evangelización. “Un unum sint…”; “Que todos sean uno como el Padre está en mí y yo en ti, para que el mundo crea” (Jn 17,21). Ese es el itinerario: de la caridad fraterna se va a la caridad pastoral.

Sacerdotes discípulos misioneros
La unidad, sin embargo, no se construye, si Jesús no está en medio de nuestro presbiterio diocesano. Es él quien nos hace condiscípulos de un único y exclusivo Maestro. Por eso, en el empeño por la unidad hemos de cultivar especialmente nuestra condición de discípulos misioneros de Jesucristo. Hemos de ser discípulos que mantienen una relación de intimidad con el Maestro, para que nuestra vida se vaya conformando con la suya, se revista de sus mismos sentimientos y nos sitúe ante nuestros hermanos con su mismo amor servidor. Ser discípulo misionero supone, sobre todo, conformar nuestra vida con la cruz del Señor; es así como el ejercicio del ministerio se convierte en una ofrenda agradable, como lo fue el sacrificio redentor de Jesucristo, al que nos unimos en la celebración diaria de la Eucaristía. Ser discípulo del Señor es descubrir cada día en Él la alegría que siempre necesitamos para nuestro ser y para nuestro actuar.

Sacerdotes que conservan el primer amor
Desde esas dos claves: la fraternidad con los hermanos sacerdotes y desde la intimidad misionera con Cristo, os invito a responder a las tres preguntas con las que haremos la renovación de las promesas sacerdotales. En cada una de ellas, si me lo permitís, os recomiendo que hagáis una peregrinación hacia atrás, hacia el principio de nuestra relación vocacional con el Señor. Ir a la fuente de nuestra identidad sacerdotal, que está en el amor primero, en el de Dios por nosotros y en el nuestro por él, nos ayudará a responder con radicalidad y sinceridad en este interrogatorio, que cada año es tan decisivo para cada sacerdote.

Renovar la verdad del amor que nos llamó y nos enamoró la primera vez, es siempre un impulso para seguir diciéndole cada día al Señor: “sí quiero”. No importa si algo no anduvo bien en nuestra historia, si en esas preguntas comprometidas que os voy a hacer viéramos fallos, retrocesos y pecados; volver al amor primero renovará siempre nuestro ser sacerdotal, porque volveremos a ver con claridad que el Señor, que estuvo junto a nosotros en la primera hora, nunca ha dejado de estar a nuestro lado, ni siquiera cuando hemos tenido dificultades para seguirlo.

Es bueno, es muy necesario y saludable, mirar al horizonte de la primera hora, en la que nuestro corazón estaba más caldeado por la relación amorosa que, por gracia, quiso el Señor establecer con nosotros. Como ha dicho el  Papa Francisco detengámonos en el fotograma inicial de nuestra vida sacerdotal; eso siempre nos hará bien. En él descubriremos la alegría del momento en que Jesús nos ha mirado y nos recrearemos en la respuesta a una llamada de amor, la nuestra, la que le dimos entonces, que fue auténtica y feliz, y que, por mucho que se haya deteriorado, puede volver al esplendor del amor primero. Se trata, entonces, de renacer en la vocación que, por gracia nos llegó, y nunca nos ha abandonado, aunque, insisto, la hayamos ocultado, empobrecido o puesto en duda en algún momento.

Una mirada con lágrimas del corazón
Es posible que esa peregrinación al primer amor despierte lágrimas del corazón. No os importe; es bueno y sano dejarlas correr, sean de alegría por la fidelidad o sean de tristeza por no haber podido ser tan fieles como nos hubiera gustado. Pero siempre serán lágrimas de amor. Siempre serán las lágrimas que fluyen cuando el Maestro nos pregunta: ¿Me amas? Como muy bien sabéis, si le dedicamos más tiempo al amor que a nuestros pecados y debilidades, o incluso de los pecados de otros, sean obispos o sean compañeros, todo renacerá en nuestra vida sacerdotal. Haríamos muy bien, si nos movemos siempre y en todo en el amor; sólo el amor fecunda nuestra vida. “Sea vuestra vida un acto de amor”. Así animaba a sus hijas una querida beata placentina, Madre Matilde del Sagrado Corazón de Jesús.

En esta peregrinación hacia el primer amor, no dejemos de ir nunca, con los sentimientos de Cristo, a todos los que él ama. De un modo especial, vayamos con él cuando nos dice: los pobres son evangelizados. Con Jesús, con los sentimientos de su corazón, entremos en todos los terrenos en los que él entraría, y hagámoslo con sus mismas preferencias. A Jesús se le ve siempre entre los que sufren, entre los atribulados, con los rechazados y excluidos de la sociedad, en los perseguidos, en los indigentes, en los que tienen hambre y sed; en los que están desnudos, enfermos, moribundos; y en los que no tiene hogar, y en los encarcelados. Se le ve, queridos hermanos, en los pecadores. Es con todos estos con los que Jesús se identifica. Como sabéis muy bien, es identificándose con los sentimientos de Cristo como la Iglesia ha compuesto las obras de misericordia. Con Cristo hemos de ir a las periferias existenciales, a las que está llamada la Iglesia “en salida”, la Iglesia misionera, la Iglesia en camino hacia el sueño misionero de llegar a todos, como la de Jaén.

Sacerdotes en una “Iglesia en salida”
Esto de “las periferias” y “la Iglesia en salida” es una buena ocurrencia esta del Papa Francisco, que deberíamos tomarnos muy en serio. Nunca pensemos que esta propuesta pastoral tan certera, porque es tan de Dios, tan de Cristo, tan de la Iglesia en estado puro, pone en cuestión nuestras seguridades, previsiones, garantías. Si pensamos eso es porque quizás estamos atrapados por la mundanidad más peligrosa, la “espiritual”, que es “ese modo sutil de buscar los propios intereses y no los de Cristo” (EG 93).No nos defendamos nunca de lo que nos haga más parecidos en el corazón y en el ministerio a Jesucristo, que en sus palabras, en sus sentimientos y en sus actos era profundamente itinerante y en sus destinos era siempre periférico. Jesús vive la dinámica del éxodo y del don de salir de sí, del caminar y del sembrar siempre de nuevo, siempre más. Dejémonos, por tanto, alimentar en la intimidad de Jesús, y siempre descubriremos que es una intimidad, como nos dice el Papa Francisco en EG, itinerante (23). Con esa intimidad, la pasión por Cristo y la pasión por el hermano son siempre en nosotros como los dos momentos del latido de nuestro corazón sacerdotal.

Hagamos, hermanos sacerdotes, de Santa María de la Cabeza, la Madre de la itinerancia pastoral y misionera de nuestra Diócesis de Jaén. Que desde el cabezo de Andújar nos acompañe por todos nuestros caminos, animando a nuestras comunidades a remar, para llevar el Evangelio, vivido con intensidad y verdad, a todos los que vamos en la barca de la Iglesia en nuestro mar de olivos.

Santa Iglesia Catedral de Jaén, 11 de abril de 2017

+ Amadeo Rodríguez Magro
Obispo de Jaén

[1] Ap 1,5-6

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