¿Es razonable creer en el cristianismo? I. Del teísmo al cristianismo

19 octubre de 2020

En las entradas anteriores presentamos una buena batería de argumentos  a favor de la existencia de Dios. El propósito de estos argumentos no era darnos una descripción de Dios sino el de ayudarnos a ver las deficiencias del naturalismo secularista y plantearnos el hecho de que probablemente  haya algo trascendente más allá de la naturaleza. Estos argumentos socavan la confianza dogmática de los que piensan que  el naturalismo y el materialismo son las únicas visiones racionales del universo.

Ahora debemos dar un paso más. Los cristianos creen que la principal  manera de conocer datos concretos sobre Dios no es a través del razonamiento filosófico sino a través de la vida y la obra de Jesús. Si Jesús es lo que afirmaba ser, si resucitó, tenemos un argumento decisivo no solo de que Dios existe sino de Quién es Dios. Antes de pasar a tratar el tema es conveniente hacer un pequeño rodeo y señalar claramente la peculiaridad del cristianismo respecto del resto de las religiones.

Una de las preguntas que con más asiduidad suele plantearse es ¿Por qué tiene que ser la solución el cristianismo y no las otras religiones? La respuesta a este planteamiento es que existe una diferencia fundamental entre el modo en que las religiones instan a encontrar la salvación y la manera que se nos ofrece en el Evangelio de Jesús. Las grandes religiones tienen maestros que enseñan el camino de la salvación, pero solo Jesús proclamó ser Él  el camino de la salvación.  De hecho esta diferencia es tan grande que de una salvación que se obtiene por medio de un compromiso moral pasamos a una salvación a través de la gracia.

La religión  de modo genérico operaría sobre la base del principio de “Obedezco; luego soy aceptado por Dios”. Sin embargo  el principio evangélico es “Dios me acepta por lo que Cristo hizo, y por eso ahora obedezco”. O sea ya no se trata de obedecer por temor sino por gratitud.  La genuina identidad cristiana no depende de la buena opinión que puedan tener los demás de nosotros, sino del valor que tenemos para Dios en Cristo. Precisamente esa es la cuestión clave: el hecho de sentirme amado, acogido, perdonado a pesar de mi miseria es lo que hace que sea posible que acontezca ese cambio ontológico que llamamos conversión. Ilustraré esta idea de la conversión con lo acontecido a Jean Valjean, el protagonista de  “Los Miserables” de Víctor Hugo[1]Jean Valjean, exconvicto cuya vida está llena de odio y de amargura, tras robarle al obispo que lo ha tratado con compasión, es apresado y llevado de nuevo a casa de ese obispo bajo arresto. En un acto de gracia sin límites, el obispo da a Valjean los objetos de plata que le había robado y lo libera de la orden de arresto. Este inmenso acto de misericordia lo sacude hasta lo profundo de su ser. Victor Hugo expresa así cuán amenazante se volvió esta gracia:

A tan celestial muestra de bondad, oponía el orgullo, que es la ciudadela en la que busca refugio el mal que anida en nosotros. Era consciente…de que el perdón otorgado por ese hombre de Dios constituía un asalto inaudito y el más formidable ataque experimentado por él hasta entonces…(sabía) que, si cejaba en su empecinamiento, se vería obligado a renunciar al odio instalado en su alma…fuente ahora de placer; que se trataba esta vez de derrotar o sufrir derrota; y que una lucha tan colosal y de carácter tan definitivo estaba ya teniendo lugar entre su amargura y la bondad mostrada por aquél hombre.

Valjean se decanta finalmente por dejar que la gracia opere en su persona, esa es la raíz de su cambio radical, de aquello que hemos llamado conversión. Comparen esta escena con la Parábola del Hijo Pródigo, es el encuentro con la ilimitada misericordia del Padre el que lleva al cambio radical del hijo. Es la experiencia del amor y la gratuidad del todo inmerecida la que transforma a la persona. El cristianismo habla de gracia recibida y no de logro o conquista.

El mensaje cristiano es en esencia distinto de los presupuestos básicos de la religión tradicional. Los fundadores de las principales religiones actuaron como maestros no como salvadores. Su mensaje venía a ser “Hagan esto y aquello, y encontrarán  lo divino”. Pero Jesús fue salvador antes que maestro. Jesús nos dice: “Yo soy lo divino que viene a su encuentro para llevar a cabo aquello que no podían hacer sus propias fuerzas”. O sea el mensaje es que nos salvamos por su obra a favor nuestro. Entonces el cristianismo no es religión ni ausencia de religión. Es algo muy distinto. No es extraño que al hablar del  cristianismo más que hablar de una religión hablamos de una persona Jesucristo.

¿Pero quién es Jesús? [2]

Es  innegable el tremendo impacto que ha tenido Jesús a lo largo de la historia. Su vida, sus palabras y sus acciones siguen siendo el referente moral y existencial de cientos de millones de personas. Los intentos de desvirtuar el carácter histórico de la vida de Jesús siempre han estado  abocados al fracaso. La credibilidad de los relatos evangélicos sobre la vida de Jesús está cada vez mejor atestiguada. Los  Evangelios no fueron escritos después de siglos de transmisión oral, sino durante la vida de las personas que habían conocido a Jesús. La trasmisión de estos hechos se describe mejor como historia oral o testimonio histórico que como tradición oral. Los evangelios fueron escritos muy pronto para que fueran una leyenda incrustada en el folklore. Son más bien historias de testigos presenciales. El testimonio del comienzo del Evangelio de Lucas es muy significativo: él señala que está relatando los hechos “tal y como nos los transmitieron los que desde el principio fueron testigos presenciales y servidores de la palabra” (Lc. 1,2).

Los relatos sobre Jesús nos lo presentan como un hombre de un carácter extraordinario. En él vemos  cualidades y  virtudes que por lo general consideramos incompatibles en la misma persona: majestuosidad y humildad, compromiso con la justicia y asombrosa misericordia, una trascendente autosuficiencia y una confianza y dependencia total del Padre,  ternura sin debilidad, valentía sin dureza, convicciones inquebrantables y total accesibilidad, insistencia en la verdad  pero siempre bañada de amor, integridad sin rigidez, pasión sin prejuicio, etc. Es extraordinaria su combinación  de  verdad y  amor, de  justicia  y  compromiso con la misericordia.

Hasta ahí un ser humano extraordinario, pero hay más, mucho más. Hay algo fascinante en esa especie de yuxtaposición extraña entre la magnitud de sus afirmaciones y la humildad, la compasión y la ternura de su carácter. A cualquiera que trate  de entender la figura de Jesús se le plantea un problema. Jesús pertenece a ese  grupo selecto de  personas que fundaron una religión importante o que marcaron las directrices del pensamiento y la vida humana durante siglos. Pero también pertenece al grupo reducido de aquellos que, implícita o explícitamente, han afirmado su procedencia divina. Lo que es único sobre Jesús es que Él es el único miembro que pertenece a ambos grupos. Al primero pertenecerían figuras como Buda, Confucio, Mahoma, Platón o Aristóteles, la brillantez de sus enseñanzas, y en muchas ocasiones sus vidas admirables causaron un enorme impacto en un gran grupo de personas. El segundo grupo lo componen los que afirmaron ser Dios, su influencia fue muy limitada, dado que sus pretensiones exigían una vida tan extraordinaria que no terminaba de  corresponderse  con la realidad. Solamente Jesús combino las afirmaciones de divinidad con la más hermosa vida de humanidad.

Ante este hecho muchos han intentado presentar de una manera u otra la figura de Jesús.  Un primer grupo han argumentado diciendo que Jesús nunca manifestó realmente que era divino, que estás declaraciones fueron puestas en su boca con posterioridad por los cristianos. Esto no tiene muchos visos de verosimilitud pues la tozuda realidad es muy distinta. Las cartas de Pablo están escritas unos 20 años después de la muerte de Jesús y su ministerio público en el este del Mediterráneo se remonta a menos de 10 años después del acontecimiento de la cruz. En ellas se hacen afirmaciones extraordinariamente elevadas sobre Jesús, que incluyen su preexistencia, su naturaleza divina y su mediación en la creación y la salvación. Es un hecho que los cristianos adoraron a Jesús mientras aún vivían cientos de testigos presenciales que lo habían escuchado.

A Jesús se le ha intentado presentar como un líder revolucionario que murió por su lucha contra el establishment de la época.  Como un destacado maestro de sabiduría  que inspiró una comunidad de discípulos. Como un hombre excepcional pero nada más.  El problema de estas posturas reside en no atender a las extraordinarias  afirmaciones  que Jesús hizo de sí mismo. Me limitaré a exponer el que se conoce habitualmente como trilema de C. S. Lewis[3] , la cita es larga pero merece la pena  para mostrar cómo no se pueden separar en Jesús su humanidad  y el tratamiento de su presumible divinidad.

“. . . Entre los judíos de repente se presenta un hombre que dice que es Dios, que puede perdonar pecados. Dice que siempre ha existido. Que vendrá a juzgar al mundo al final de los tiempos. Entendamos esto con toda claridad…Una parte de esta afirmación tiende a escaparse de nuestra atención porque la hemos oído con tanta frecuencia que ya casi no le vemos importancia. Me refiero al perdón de los pecados; de cualesquiera pecados. A menos que quien esté hablando sea Dios, esta afirmación es absurda, tan desproporcionada que da risa…Sin embargo esto fue lo que Jesús hizo. Les dijo a la gente que sus pecados eran perdonados…Sin vacilar se comportaba como si Él fuera la parte más afectada, la persona ofendida en todas las ofensas. Esto tiene sentido si Él realmente era el Dios cuyas leyes son quebrantadas y cuyo amor es herido por cada pecado. En labios de cualquiera que no sea Dios estas palabras sólo podríamos considerarlas como una necedad y una fantasía sin paralelo en la historia de la humanidad.

Sin embargo (y esto es lo extraño y significativo) aún sus enemigos, cuando leen los Evangelios, por lo general no sacan la impresión de que Jesús fuera un necio y un fatuo. Mucho menos los lectores libres de prejuicios…Estamos tratando aquí de evitar que alguien diga la mayor de las tonterías que a menudo se han dicho en cuanto a Él: “Estoy dispuesto a aceptar a Jesús como un gran maestro de moral, pero no acepto su afirmación de que era Dios”. Esto es algo que no deberíamos decir. El hombre que sin ser más que hombre haya dicho la clase de cosas que Jesús dijo, no es un gran moralista. Bien es un lunático que está al mismo nivel del que dice que es un huevo frito o un demonio del infierno. Puedes hacer tu elección. O bien este hombre era, y es el Hijo de Dios; o era un loco o algo peor. Escarnécele como a un insensato, escúpelo y mátalo como a un demonio; o cae a sus pies y proclámalo como Señor y Dios. Pero no asumamos la tonta actitud condescendiente de decir que fue un gran maestro de la humanidad. Él no nos proporciona campo para tal suposición…”

Nos enfrentamos, entonces, a una alternativa aterradora. Sin embargo Jesús no da la apariencia ni de un lunático ni  de un chiflado; en consecuencia, por extraño que el asunto les parezca a algunos, quizás hemos de aceptar que él era y es Dios. Y aquí es donde hemos de tratar el hecho decisivo de la resurrección, pero este tema quedará para el próximo artículo.

Juan Jesús Cañete Olmedo
Sacerdote diocesano y Profesor de Filosofía

[1] Víctor Hugo, Los miserables, Planeta, Barcelona 2012.

[2] T. Keller, ¿Es razonable creer en el cristianismo? en Una fe lógica. Argumentos razonables para creer en Dios, B&H, Nashville 2017.

[3] C. S. Lewis, Mero Cristianismo, Rialp, Madrid 2017.

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