En mi despedida como profesor a emérito del Seminario

4 octubre de 2021

 

Al inicio de su encíclica “Deus caritas est”, Benedicto XVI sentaba este principio fundamental:

«No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (“Deus caritas est”, 1).

En realidad, cada uno de la mayoría de los que estamos aquí es ciertamente el resultado de este encuentro con el Señor Jesús. Vivido, eso sí, de un modo personal único, exclusivo, inédito, en el que comenzamos a apreciar con más o menos nitidez la llamada a su seguimiento.

Suponía ciertamente el asomo a ese horizonte inesperado que abría y daba una orientación decisiva a tu vida…

En esta casa, en este edificio entramos un día con ilusión, para discernir con más claridad esa llamada sentida y lo que, de suyo, implicaba; para formarnos y prepararnos en orden a poderla realizar en el ministerio, también en su día por recibir.

De todas las asignaturas cursadas al respecto, fue la Cristología la que especialmente me fascinó. Sobre todo, lo tocante al análisis e interpretación de la conducta de Jesús.

Tenía su explicación: en la Facultad de Cartuja, el profesor Enrique Varón nos puso de texto la cristología recién esbozada por el dominico francés Christian Duquoc: «Jesús, hombre libre».

Considerar bajo esta categoría la conducta y los dichos de Jesús, así como la salvación que de él recibir y poder proclamar, resultaba decisivamente entusiasmante en una época afectada ya, de modo más o menos consciente, por los ecos aún recientes de las protestas estudiantiles del 68 francés y los ideólogos que las alimentaron.

Como iluminadora contrapartida frente a una libertad, entendida solo y ante todo como ruptura con toda imposición cultural, se presentaba a Jesús en su conducta y su mensaje como el lugar y acontecimiento donde se hacía patente la verdadera libertad y el modo de lograrla.

Significaba poder apreciar, a nivel de comprensión teológica, los rasgos que perfilaban su forma de ser y actuar: su comportamiento cobraba sentido a la luz de su mensaje liberador; y su mensaje adquiría significado a la luz de su comportamiento inesperado.

En el conjunto de los estudios teológicos, la Cristología supuso para mí: el tratado donde todos los demás encontraban su definitivo sentido; la pieza clave que daba coherencia a toda explicación teológica del misterio cristiano; la referencia en la que todo encajaba haciendo así creíble su veracidad.

Con todo, no dejaba de ser sino el encuentro con el Cristo destilado de la comprensión teológica de su palabra y su actuación incomparable; el Cristo derivado de su destino y su vigencia salvífica en la tradición de la Iglesia.

Eso sí, bajo la categoría, en esos días tan atractiva, de libre y liberador, libertad y liberación tanto a nivel personal, como de las condiciones sociales.

Sin embargo, no era ese todavía el encuentro con Cristo que me asomara «al nuevo horizonte y la orientación decisiva» que, a decir del Papa, marcase y explicase mi vida y, en consecuencia, también mi enseñanza.

Fue el encuentro con D. Miguel, el obispo que me ordenó, el que me llevo de la mano al encuentro decisivo con el Cristo que no solo explica la coherencia del discurso teológico, sino que era sistemáticamente el centro de una predicación que llevaba a ese encuentro privilegiado «per ritus et preces» con el Resucitado, que constituye como tal toda celebración litúrgica.

Sí, era ya el encuentro no sólo con la historia y destino del Cristo acontecido, sino con el presentemente vivo al que dirigía la exhortación del pastor y al que él mismo hacía patentemente accesible en los ritos sacramentales.

Todos los que tuvimos la suerte de conocerlo de cerca pudimos apreciar el modo tan claro como atractivo en que nuestro obispo Miguel centraba en Jesucristo sus explicaciones a los catequistas y su discurso en la predicación; todos pudimos percibir cómo su forma de celebrar dejaba traslucir con nitidez la «noble sencillez» tan recomendada y tan en la línea con la reforma conciliar.

De ahí, las dos vertientes a las que dediqué mi mayor esfuerzo de aprendizaje e indagación:

– La cristología, fundada en la mutua correspondencia del Jesús de la historia con el Cristo de la fe proclamado por la Iglesia;

– y la liturgia, como lugar privilegiado en el que el Señor resucitado se hace presente y experimenta a través y en las mismas acciones sacramentales.

– Culminé, como sabéis, mi formación Cristológica en Roma, con la elaboración, defensa y publicación en la Universidad Gregoriana de una tesis en torno precisamente al «Sacerdocio de Cristo».

– Mi formación litúrgico-sacramental, aparte del estudio al que me aficioné, se la he de agradecer sobre todo a los grandes maestros con los que compartí tareas e informaciones y de los que recibí explicaciones decisivas y fundamentales: el gran Pere Tena, como también Pere Farnés, miembros relevantes del «Consilium» que preparó la misma reforma conciliar, de los que tanto aprendí; como también el p. Aldazábal que me invitó a impartir algunas asignaturas en los cursos de verano en el Centre de Pastoral Litúrgica de Barcelona, incorporándome finalmente al Consejo de redacción de la revista «Phase» al que aún pertenezco y en la que publiqué mis últimos artículos acerca de los ministerios litúrgicos y sobre los ritos matrimoniales.

Tras invitarme a intervenir en algunas jornadas nacionales del Secretariado Nacional de Liturgia, éste me confió una ponencia sobre el «devenir de la renovación litúrgica tras la implantación conciliar» en el Congreso celebrado en la sede de la Conferencia Episcopal a los XXV años de la «Sacrosanctum Concilium».

Estaba presidido por el card. Marcelo González, arzobispo de Toledo y presidente por entonces de la Comisión episcopal de Liturgia. Él fue quien, a raíz de aquella intervención, me nombró «Consultor» de dicha Comisión, incorporándome así a los trabajos que se venían gestando en la promoción de la pastoral litúrgica demandada por los obispos y en la preparación de las nuevas ediciones de algunos rituales.

Al renovarme el nombramiento los sucesivos presidentes de la Comisión de Liturgia durante cuatro trienios más, tuve la ocasión privilegiada de compartir tareas y conocimientos con otros grandes liturgistas, como Julián López, profesor en Salamanca al que nombraron Obispo de León, así como Dionisio Borobio, su sucesor en la cátedra salmantina, Ignacio Oñatibia, que perteneció también al «Consilium», Jaime Sancho, Andrés Pardo, el p. Juan María Canals, o el benedictino Juan Javier Flores, oriundo también de nuestra diócesis, así como el bien recordado Bernardo Velado y otros muchos a los que tanto debo en mi aprecio y valoración de las acciones litúrgicas…

Pero nada de esto tendría en sí ni para mí explicación, si no fuera por la oportunidad que me ha dado mi Iglesia de poderlo enseñar y transmitir, durante 46 cursos, a las casi 8 últimas generaciones de presbíteros que en este nuestro Seminario se formaron.

A ellos debo los mayores gozos de mi ministerio. Sus ganas de aprender fueron siempre el mejor sostén de mi esfuerzo. Y motivado siempre por la importancia tan decisiva para su futuro ministerio de las materias a impartir: Cristología, Liturgia, Sacramentos en general, así como la Iniciación a la fe cristiana y, a veces, la dinámica de la iniciación cristiana y hasta cada uno de sus sacramentos…

Lo he sembrado –y lo sabéis los que conmigo aprendisteis– con ganas de enseñároslo y con mucho deseo de que lo aprendieseis de modo lógico y con convicción.

Intentando sobre todo convencer y asomar a la desconcertante grandeza y novedad del misterio a considerar. Sí, ciertamente, con vosotros y al enseñaros he disfrutado lo mejor de mi ministerio y he recibido el mejor consuelo de todos mis esfuerzos.

Gracias, pues, a la Iglesia, en cuyo seno escuché la llamada y me preparó para hacerlo. Ahora solo queda confiar en que el Señor seguirá haciendo crecer lo sembrado y me dé finalmente en los que pude enseñar y en los frutos que por eso den ellos la corona reservada a los que vivieron para servirlo, ¡en la medida que lo permitió su entrega y su empeño!

Manuel Carmona García,
profesor emérito del Seminario Diocesano

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