El eterno pensador de Dios

23 julio de 2019

A mis chicos de filosofía del Divino Maestro.

¿Pensar en Dios? ¿Dialogar, o incluso discutir, sobre  Dios? Ahora que nuestra civilización afrodisíaca  se ofrece con todo su esplendor, con su encanto y  sus atractivos. Ahora que los ritmos frenéticos del canto y la danza nos embriagan de entusiasmo. A los bacantes de un culto nuevo. ¿Pensar en Dios? No, confesarán. ¡Dios es un aguafiestas! No tenemos tiempo, ni ganas de fijar nuestros ojos en lo que parece mostrarse como una faz austera. Mejor dejarnos llevar por ese clima divertido, distraído, olvidadizo, indiferente e ignorante. Nosotros pertenecemos a  la escuela del “tanto me da”.

Pero ¿quién se matricula en esta escuela? Aquí  inscribimos al hombre frívolo, aquí  fomentamos la burla y el desprecio de todo. Queremos almas áridas y cáusticas. En la clase de religión, lejos de negar a Dios con seriedad o por razones que puedan ser decisivas, lo colocamos como objeto de pura mofa.

Desde luego esta escuela puede parecerles a muchos divertida pero no estaría de más recordarles aquel aforismo de  Sabatier, quien afirmaba que   para mofarse de Dios  es necesario primero mofarse de sí mismo. Precisamente para evitar  que la vida del hombre quede modulada por esa cáustica frivolidad hay que aprender a mirar, sentir y pensar en profundidad.  Eso solo es posible si en el espíritu vuelve a emerger la pregunta que hiere e inquieta, más aún, parafraseando San Agustín, si el propio hombre se convierte en pregunta.  ¿Es esto posible?, Sí. Hay otra escuela, una que puede liberar del nihilismo light posmoderno o  del individualismo utilitarista de dios mercado. Una que, contradiciendo a Tertuliano, establece los puentes entre Atenas y Jerusalén, entre Sócrates y Cristo. Una escuela que permite romper con los dogmas de lo establecido. Dios habita en lo profundo y solo el que se atreve a dudar, a replantearse las creencias que lo poseen, el que sigue las pesquisas y los argumentos donde quiera que lo lleven puede sentir que se abre al Misterio que lo envuelve. En otras palabras solo el que pregunta en radicalidad puede ser aupado para mirar por encima y más allá del mundo y de sus fuerzas, pudiendo llegar a contemplar la realidad que está en la vertiente más íntima del mundo. Una Escuela de la pregunta más que de la respuesta.

¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿Qué somos? ¿Qué mundo queremos construir? ¿Qué futuro nos cabe esperar? ¿Qué debemos hacer? Éstas son algunas de las grandes cuestiones que ponen a los seres humanos ante un horizonte ilimitado. Son los interrogantes que  cuestionan el encorsetado cerco de la inmanencia que aprisiona a muchas personas en nuestro mundo. Cuando logramos que  vuelvan a plantearse las preguntas esenciales,  las afirmaciones que se nos repiten machaconamente para que asumamos “felizmente” la cárcel de  lo finito, se tornan  interrogantes que permiten abrirnos a la novedad.  Así,   eslóganes  del secularismo como  “esto es todo; no hay más que lo que describen las ciencias; no hay más tiempo que el que miden nuestros relojes; o el espíritu, la libertad , el bien o el amor no son más que palabras  que encubren ilusiones creadas por nuestra maquinaria cerebral” se transforman en  “¿Esto es todo?, ¿no hay más realidad que la que nos describen las ciencias?, ¿no hay más tiempo que el que miden nuestros relojes?, ¿el espíritu , la libertad, el bien o el amor son algo más que palabras que encubren ilusiones creadas por nuestra máquina cerebral?…” Estas cuestiones permiten que seamos capaces de mirar más allá escudriñando los signos del más acá, son preguntas que agudizan nuestra capacidad de oír, de sentir y de pensar que todo no nos es dado en el aquí y el ahora.

Seguramente  a algunos estas palabras les sonarán a meras ilusiones, a otros a utopías del aprendiz de pensador que no tiene los pies en la tierra, tampoco faltarán aquellos que, al no comprender nada, no vean aquí más que puro “bla-bla-bla” o sea pura charlatanería. Pienso que incluso no faltará el que las tilde como excéntricas, teóricas, ineficaces y un poco locas (seguramente algún hermano clérigo pensará así), esta opinión no me desagrada pues como dice un proverbio: “un loco plantea más problemas en una hora que los resueltos por un sabio en toda su vida”.  Creo que estás opiniones están erradas. Para demostrarlo bastaría citar a mis jóvenes alumnos de filosofía, a los profes y maestros con los que he tenido el gozo de compartir un curso sobre filosofía y cristianismo, o simplemente a fieles de mi parroquia con los que he compartido muchos momentos de reflexión socrática. Ellos me han mostrado que cuando el hombre se asombra y se interroga sobre  ese abismo de miles de brazas sobre el que nuestra vida se sostiene termina, como afirmara Kierkegaard, tocando la orla de lo eterno.

Pero mejor  citar al Maestro. Cristo se llamó a sí mismo “la Verdad”. Al decir de sí que era la Verdad, afirmó que interpretaba perfectamente el sentido del mundo, del hombre y de Dios. Que Él era la medida todas las verdades que el hombre podía descubrir y que éstas siempre serían provisionales y secundarias. Que las verdades de la ciencia, la filosofía o el arte solo podrían presentarse como supremas  a aquél que tuviera al mundo como norma pero que su luz no llegaría a alumbrar  los últimos interrogantes que agitan la vida de los hombres. Pues sí amigos, esto hace que nuestra naturaleza inquiriente, a pesar de  las narcóticas promesas de lo finito, nunca pueda arrancar de su alma la tensión hacia lo más sublime.

Juan Jesús Cañete Olmedo
Sacerdote diocesano y Profesor de Filosofía

Galería fotográfica: «El eterno pensador de Dios»

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